El chico que derramó la Coca Cola


La hermosa camarera es tan fría como esta primavera, extensión de un invierno lluvioso y nevado que pocos recuerdan. Entre tazas de café se entremezcla el sonido de las tragaperras. Dos chinos llevan varias horas postrados ante la máquina como si fuera su jornada laboral. 

Todavía no son las cuatro y media de la tarde y la profesora se ha pedido una cerveza en lugar de un descafeinado. En realidad quería una Coca Cola sin cafeína, pero se ha cansado de pedirla porque ningún bar la tiene. Es de esas pequeñas luchas que acabas abandonando, con una mezcla de rabia y desgana.

Un chico va hacia la mesa con una Coca Cola en una bandeja, como un equilibrista. Sólo le queda una mano libre, en la otra agarra con fuerza su maleta. Como si de una profecía se tratara, la profesora ve claramente que el botellín se lanzará cual suicida, se romperá y algunos cristales caerán en el bocadillo de una chica que prefiere no sonreír. Él recoge su vergüenza y limpia su maleta, luego pide disculpas a la chica y va a la barra a por otro botellín. 

El chico que derramó la Coca Cola recibe el más gélido trato de la camarera, pero consigue un botellín nuevo y se sienta con una sonrisa. Los chinos consiguen el premio gordo de la tragaperras y la cafetería se llena del sonido de monedas saltando. La camarera ni lo escucha.

Ningún paisaje urbano se presenta tan hostil y tan humano a la vez. El lugar donde la gente viene y va. El lugar donde todos se encuentran y nadie se saluda. Se supone que la ciudad no era esto. Se supone que la profesora espera noticias, quizás por eso no consigue ver la sonrisa de la camarera, ni escuchar el ruido de las monedas, ni dejar de sentir compasión por el chico que derramó la Coca Cola.

Comentarios

  1. Ese bullicioso ruido que, a veces, no arropa ni acompaña y que es tan escandalosamente humano...

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  2. El 'urbanita' tan inhumanamente humano...

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