El siamés
Hoy me he levantado algo cansado, he pasado toda la noche buscando palabras para escribir una nota en la que pudiera explicar con detalle lo maravilloso que era mi gato, y no es que no las tuviera, es que se quedaban agarradas en el bolígrafo sin querer salir, como supieran que si salían estarían firmando una sentencia de pena máxima para mí, y otra de pena mayor para él.
Así pasé las horas, describiendo el pienso que come, lo que le gusta la compañía de la gente, y que a veces me despierta amasando mi barriga con sus patitas para darme los buenos días.
No fui capaz de contar aquella vez que estuve enfermo y no se separó de mí durante días, pegado para darme calor y reconfortarme; ni que tiene adorables manías como pasear su mantita por la casa y luego acostarse en ella -quizás sea su manera de ser nómada-, o como disfruta bebiendo la leche con cola cao que le dejo todas las mañanas en mi taza después de desayunar -esta mañana le dejé un poco más que de costumbre-.
Hoy a las once y cuarto cogí su transportín, al verlo empezó a maullar, lo odia porque piensa que vamos al veterinario, se puso nervioso, aunque no mucho más que otros días, pero le di una golosina y entró en él. Cogí el autobús, el 14, una señora me dijo lo bonito que era, mientras, yo metía mis dedos por las rendijas para que me sintiera cerca y se tranquilizara.
En media hora habíamos llegado a nuestro "destino"; me hubiera gustado que el trayecto hubiera durado varias horas, varios días, algunos años. Me hubiera gustado que no me hubieran echado de ese trabajo precario, que ella no padeciera la enfermedad de la desolación, que la vida no fuera tan perra para algunos.
Tras bajar del autobús tuve que caminar unos diez minutos, el transportín pesaba más que ningún otro día, él se había encogido en una bola perfecta, debía de sentir el frío, debía de sentir como me temblaban las manos -como cuando la fiebre se apodera de ti-.
Al llegar al lugar, un sonido ensordecedor me atacó, los ladridos de la desesperación pegaban a la puerta, empujaban, cortaban la respiración. Allí, a la puerta, posé el transportín -con la nota- y dejé mi corazón con él. Me alejé sin ni siquiera avisar, sin mirar atrás, escuchando sus maullidos. Todavía los oigo.
Todavía miro su mantita, su comedero, sus pelos por toda la casa, sus juguetes, la esquina del sofá en la que solía limarse las uñas.
Todavía no he fregado la taza de la que bebió esta mañana.
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Nota: Este mini relato está basado en una noticia que he leído en Facebook: hoy dos gatos fueron abandonados en la puerta de la perrera con una nota que explicaba con todo detalle cómo son, qué comen y sus necesidades médicas. En estos días de desahucios, son muchos los que se ven obligados a desprenderse de sus animales de compañía, y sólo el que vive con uno sabe lo duro que esto es. Por favor, no compréis animales, adoptadlos, siempre podéis darle una segunda oportunidad a un peludo que seguramente os haga inmensamente feliz. Y si no podéis adoptar, difundid, ayudad a que ningún animal se quede sin familia.
Así pasé las horas, describiendo el pienso que come, lo que le gusta la compañía de la gente, y que a veces me despierta amasando mi barriga con sus patitas para darme los buenos días.
No fui capaz de contar aquella vez que estuve enfermo y no se separó de mí durante días, pegado para darme calor y reconfortarme; ni que tiene adorables manías como pasear su mantita por la casa y luego acostarse en ella -quizás sea su manera de ser nómada-, o como disfruta bebiendo la leche con cola cao que le dejo todas las mañanas en mi taza después de desayunar -esta mañana le dejé un poco más que de costumbre-.
Hoy a las once y cuarto cogí su transportín, al verlo empezó a maullar, lo odia porque piensa que vamos al veterinario, se puso nervioso, aunque no mucho más que otros días, pero le di una golosina y entró en él. Cogí el autobús, el 14, una señora me dijo lo bonito que era, mientras, yo metía mis dedos por las rendijas para que me sintiera cerca y se tranquilizara.
En media hora habíamos llegado a nuestro "destino"; me hubiera gustado que el trayecto hubiera durado varias horas, varios días, algunos años. Me hubiera gustado que no me hubieran echado de ese trabajo precario, que ella no padeciera la enfermedad de la desolación, que la vida no fuera tan perra para algunos.
Tras bajar del autobús tuve que caminar unos diez minutos, el transportín pesaba más que ningún otro día, él se había encogido en una bola perfecta, debía de sentir el frío, debía de sentir como me temblaban las manos -como cuando la fiebre se apodera de ti-.
Al llegar al lugar, un sonido ensordecedor me atacó, los ladridos de la desesperación pegaban a la puerta, empujaban, cortaban la respiración. Allí, a la puerta, posé el transportín -con la nota- y dejé mi corazón con él. Me alejé sin ni siquiera avisar, sin mirar atrás, escuchando sus maullidos. Todavía los oigo.
Todavía miro su mantita, su comedero, sus pelos por toda la casa, sus juguetes, la esquina del sofá en la que solía limarse las uñas.
Todavía no he fregado la taza de la que bebió esta mañana.
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Nota: Este mini relato está basado en una noticia que he leído en Facebook: hoy dos gatos fueron abandonados en la puerta de la perrera con una nota que explicaba con todo detalle cómo son, qué comen y sus necesidades médicas. En estos días de desahucios, son muchos los que se ven obligados a desprenderse de sus animales de compañía, y sólo el que vive con uno sabe lo duro que esto es. Por favor, no compréis animales, adoptadlos, siempre podéis darle una segunda oportunidad a un peludo que seguramente os haga inmensamente feliz. Y si no podéis adoptar, difundid, ayudad a que ningún animal se quede sin familia.
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