La carta
Hace un mes que recibió la carta, el negro destino se cernía sobre ella y los suyos, pero no quiso decírselo a nadie, la vergüenza se apoderaba de ella, como si hubiera cometido el peor de los delitos: un asesinato, un parricidio, un maltrato.
Con las manos temblorosas guardó el papel reluciente en un cajón, con las facturas, las que estaban sin pagar: el agua, la luz y el teléfono. Volvió a la cocina y puso a cocer medio kilo de macarrones, los acompañaría con una lata de tomate frito y salchichas, a su hijo y su marido les gustaba mucho, aunque lo comieran muy seguido, no solían protestar. Había tenido suerte con su hijo, era estudioso y no le daba demasiados quebraderos de cabeza. Llegaron y se sentaron todos a la mesa a comer, siempre hizo todo lo posible porque el almuerzo no dejara de ser un momento para estar juntos y comentar el día. No había mucho que comentar, o sí. Quizás no era el momento. O quizás sí.
Hoy se había levantado e ido al banco para revisar asuntos del día. No quería entretenerse mucho, tenía una comida familiar y no podía faltar a ella. Iban al restaurante favorito de su mujer, donde él podía comer el mejor solomillo de toda la ciudad. Entró por la puerta como cada mañana, saludó a la interventora más cercana a su despacho y se enfrentó a unos documentos que le habían dejado en su mesa para firmar. Pensando en el solomillo, cogió el bolígrafo que le había regalado su hija por el día del padre y empezó a firmar. Documentos, papeles, impersonales todos sin mayor interés. Un grupo de señores con traje vinieron a por algunos de los documentos y él se pudo dedicar a otras cosas menos anodinas.
Hace un mes que recibió la carta. Seguía en el mismo cajón, con las facturas sin pagar y la nota del último examen de inglés de su hijo, se sentía muy orgullosa de él. Por la mañana preparó el desayuno para su marido y le dio un beso antes de irse. Luego preparó un bocadillo para que su hijo se lo llevara a clase y también se despidió de él con un beso, en la frente. Recogió la cocina, limpió el cuarto de baño, hizo las camas, barrió, encendió la radio y se puso a recorrer la casa. De repente sintió la necesidad de tocar los muebles, las fotos, el sofá, las mantas dobladas sobre el sillón. Parecía un día cualquiera, probablemente lo fuera, para mucha gente no era más que un viernes con ganas de que fuera sábado. Para ella era un viernes extraño, triste, incierto. Cogió una silla y la puso en la terraza, siempre le pareció que molestaba tan cerca del sofá para ver la tele. Al instante sonó el portero electrónico. No había quedado con nadie, pero alguien tenía algo que comunicarle. Se dirigió hasta la terraza, se asomó por el balcón. Se subió a la silla y saltó. Al vacío.
Después de revisar unos contratos le llamó su mujer para recordarle que habían quedado a las doce para tomar un vermut, por sí podía salir antes y unirse a ellos. Pensó que lo bueno de ser director de banco era que podía mandar sobre su horario. Se despidió de la interventora y salió por la puerta. Le dolía un poco la muñeca, seguramente a causa de pasarse la mañana estampando su firma.
Hace un mes que recibió la carta. En esa carta decía que sus mantas ya no eran suyas, que el sofá ya no sería el mejor lugar de la casa, que la silla ya no estorbaría más, que daba igual que siguiera cocinando macarrones porque era lo único que se podía permitir. Que había sido
desahuciada.
La carta, de Lola Molina Muñoz.
Muy grande este post y muy triste, es tremendo que haya tantas familias hoy en día en esta situación tan angustiosa que han perdido la esperanza y no encuentran salida.
ResponderEliminarOjalá los que pueden hacerlo, hagan algo para solucionar esta situación a la que nos ha llevado la mala gestión y la mala cabeza de unos cuantos.
Un abrazo.